domingo, 28 de mayo de 2017

Al hombre de las huellas de roble


'Y llegó un pensamiento,
una pompa de pelusilla volante,
y al reconocernos, viró a nuestro encuentro,
y haciendo cabriolas pasó de mi mano a la de Paco,
y se regocijó en volteretas para saludar también a mis hermanos,
subiendo y bajando a su antojo, sobrevolando nuestras miradas,
y al rozar nuestros dedos ascendía para hacer más escénica la señal.
Tras una pausa, subió hasta volatilizarse, desapareciendo de pronto de nuestras vidas'




Sin embargo yo no hacía más que bajar. No podría decir cómo, pero a trompicones con una velocidad atropellada, bajaba y bajaba entre arroyuelos de piedras rodadas idénticas a las que tirabas al mar para que saltaran saludando como sapos voladores. A cada rato un golpe en los salientes de las rocas me recordaban que el descenso no era agradable. Como en una torrentera cinética, cada vez tenía la sensación más real de que iba escarbando la tierra como una tuneladora entra por donde no hay entrada hasta salir por el otro lado.

Cada vez menos luz, cada vez más estrecheces y más golpes, a cada cual con más furia. No tenía tiempo de mirar a mi alrededor porque no había nada, ni encima ni debajo. Me adentraba por el interior de una lombriz semitransparente opacada hacia abajo, cada vez a más velocidad sobre mis pasos. A trompicones. Ahora era el sonido quien se oscurecía haciéndolo cada vez más lejano, hasta que apareció aquel recuerdo.


'El viento embistió el ventanuco,
abriéndolo bruscamente,
al tiempo que la hermana gritaba:
Entra !!!'

Y entré en aquel espacio reducido, circular y oscuro como cae un yunque desde una ventana hasta estrellarse contra el suelo. Por la humedad se diría que era un pozo. En la semioscuridad que me brindaba mi visión, seguí el único rayo de luz que bajaba de arriba, pudiendo reconocer una salida por una angosta chimenea circular empedrada con piedras rodadas como las que tirabas al mar para que saltaran saludando como sapos voladores.



El tamaño de aquel resquicio de luz era tan diminuto, que supuse que se encontraba muy lejos, demasiado arriba para subir por allí. Y entonces me dedique a reconocer aquella especie de celda de aislamiento de un escaso metro de diámetro empedrada hasta un suelo, que parecía ser de tierra. Cuando hinqué los dedos en ella pude comprobar la frescura de los arroyos en los matices olorosos que desprendía. Sentí la tierra mojada. El olor de tus macetas.

En cuclillas, con las manos apretando la tierra tras mis piernas, sentí la claustrofobia del espacio angosto. No podía moverme y mi posición era muy poco dichosa. Saltaban las señales de alarma y la tensión empezaba a subir y el corazón a latir imponiendo su ritmo a cualquier otro sonido. Me concentré para no caer en la histeria. No había otro sonido. Ahora me parecía estar en un ataúd vertical, agachado en él sin poder levantarme, con las manos puestas sobre el lumbar como cuando te esposa la policía. Empecé a reír con la idea de que aún podía ser peor, si tras de mí hubiese un fuerza de seguridad orgulloso de apretarlas hasta hacer daño. Pero no, mis latidos me decían que podía estar enterrado vivo. Solo y vivo. Respiré hondo y pensé en algo agradable. No estaba esposado.

'Ahora veo la fortaleza del lobo solitario en tu vida,
tu bolsa negra de pequeños viajes en el suelo,
vacía y sola, arrinconada.'

Me acordé de las pequeñas lombrices que salvabas de caer en un anzuelo metiéndolas en tus macetas. Recuerdo que antes de depositarlas, las mirabas en un primer plano como se revolvían entre tus dedos de gigante. Lejos de martirizarlas les decías que ellas habían nacido para hacer galerías, que por las galerías se accede a las cavidades oxigenadas y que en ellas cuando hay vida siempre hay raíces. Tus plantas brillaban salud.



Semiadormilado por la falta de oxigeno no empecé a discernir lo que parecía el sonido de un objeto cayendo por un pozo, chocándose con las paredes en su caída, con un toc, toc, toc cada vez más cercano, descompasado, hasta que su cercanía me decía que podía ser algo grande, con un eco asonante que le seguía a mayor velocidad. En esas fracciones de segundo, antes de mirar hacia arriba, que era el único movimiento que podía hacer, pasó por mi mente que en una de las pocas cosas que coincidíamos, era en que a mí también me gustaban las galerías. La luz había desaparecido y pensé que me estaban dando sepultura, echándome la tierra encima. Tierra que me parecía muy poco leve en aquella situación.

Con los nervios del pasar de los segundos y el sonido que se acerca, decidí protegerme la cabeza con mis manos y brazos que salieron lastimados de la brusca operación de ponerlos sobre la cabeza. Tenía el codo derecho desollado y el izquierdo sangrante pero mejor. Varios rasguños sanguinolentos me recorrían los brazos y el hombro me avisaba de un dolor muy poco subjetivo. Todo sucedió en diez fracciones de segundo, mi aullido de dolor, los golpes que eran inminentes, la sangre manchada con tierra, un rojo y negro muy pictórico para lo que me cayó encima.
'Mikel Gurea Zaizu Euskalerria'

No me hizo daño, fue más bien un golpe acolchado sobre la palma de mi mano que protegía mi cabeza, en jarras sobre ella. Lo que palpé me hizo llorar de pena, de angustia y me erizó todos los pelos de mi cuerpo en un recorrido completo hasta sentir la raíz y sus puntas. Raíces, galerías, lombrices, cadenas, lloraba y lloraba sin parar. Creía tener en mi mano una de las medallas de Done Mikael Aingerua que le regalé a Pepe y a Paco tras un peregrinaje genealógico a Aralar. Cerré la mano con fuerza.




Mi posición era idéntica a la del Señor de las Milicias Celestiales, con las manos sobre la cabeza. En aquellos momentos no me hubiese importado llevar sobre ellas una cruz si hubiese podido estar vagando por la Sierra de Aralar en busca del dragón.

Esa medalla la lanzó mi amigo Pepe al pozo que se encuentra en el fondo de la cámara del Dólmen de Menga, sepulcro megalítico de galería cubierta único entre otras cosas por ese pozo. Las lágrimas caían más despacio, como si ya hubiese llorado bastante. Yo estaba allí cuando la lanzó en señal de unión eterna y ahora estoy aquí recibiéndola, como si estuviese muerto en el otro lado. Las manchas de sangre dejadas por mis heridas son como los grabados antropomorfos de la cueva en forma de cruz y estrellas. Lloro de nuevo. Derrotado. Estoy en comunicación contigo pero no sé que quieres decirme.

La cueva orientada a La Peña de Los Enamorados, la Fuente de Los Amorcillos, los angelitos desnudos, los pececillos. Está lloviznando, como un zirimiri andaluz, y eso me anima a pensar que hay salida por arriba.

'Ya le he dado uso a tu bolsa para que se sienta viva,
pero no es el mismo traqueteo de idas y venidas,
cargada de comida y regalos, verdadero continuo en tu vida.'

El agradable frescor del agua cayendo me despierta y mirando hacia arriba veo como si hubiese una regadera encima, venga a regar y regar, con las gotas de agua cayendo frenetizadas por la gravedad. Me veo como si estuviese en una maceta y me acuerdo de las raíces, las galerías y las lombrices. Me siento como una semilla tierna a punto de germinar, con las manos hincadas ya en la tierra mojada. A un ritmo de compás voy escarbando una primera capa de terruño pedregoso, que da paso a un sustrato vegetal muy rico en nutrientes, negruzco y muy ligero para retirarlo. Me decidí a excavar una galería que me sacara de allí, como hace una tuneladora cuando entra por donde no hay entrada hasta salir por el otro lado.



Enseguida estoy semienterrado en mi propio destino como un topo dispuesto a avanzar en busca de alguna raíz que le proporcione una subida a la superficie o de alguna cavidad oxigenada para descansar y alimentarse cuando empiezo a notar que se va la luz, no de golpe, sino como danza el ocaso del sol hasta esconderse, de manera alineada. La oscuridad premoniza un devenir noctámbulo, y en los caminos de la noche todos los ruidos son tenebrosos. Cuando miré hacia arriba, me pareció que estaban tapando el pozo, pues la luz se desdibujaba nitidamente de izquierda a derecha y de abajo a arriba, no como hace 'el sol que nos alumbra' cuando se esconde, sino como un filtro que va tapando lentamente la luz del fotógrafo. La oscuridad de la tierra es diferente a la oscuridad celestial.

La frustración me hace golpear la tierra y zapateándola con rabia provoco que ceda el suelo. Con el susto que causa en el equilibrio no mantenerse firme donde sostenerse, voy cayendo por el vacío hasta chapotear en unas aguas subterráneas. Agua helada con aromas minerales. Trago agua sin sed en mi tránsito por el freático y ahora oigo los ruidos del líquido en su erosión vibrante. Percibo las moléculas batiéndose en reacción como cuando una naranja se extruja para sacar su elixir licuado. Ahora floto velozmente a expensas del discurrir del venero verdadero, el que esconde mis verdades de mí mismo, el que me encamina a mi propio destino.

'Él mismo, por sí mismo unicamente,
eternamente uno, y solo'
Platón

Me encuentro a mi mismo flotando circularmente en un calmado estanque subterráneo. El giro que me provoca la inercia del agua va siempre hacia la derecha porque a mi izquierda está la llegada del cauce en cascada hasta aquí. Ahora los sonidos del agua son sugerentes, melodiosos, y descubro entre estos placeres que encuentro, que el agujero sigue allí arriba con su luz moviéndose pausadamente, como hace un reloj cuando no quiere que pasen las horas. Ahora mirando hacia arriba, imagino ese agujero como el orificio de evacuación de la maceta con aquel sustrato vegetal tan familiar y como la escorrentía del sobrante del agua me había transportado a donde va el agua. Hacia abajo.



El frio empieza a dominar mi cuerpo y escudriñando la mirada descubro que es un lago interior, dentro de la caverna. Me aproximo a la orilla con un nado de pato perdido pues el agua es negra y los fondos resbaladizos. Subo como puedo a una estalagmita para divisar lo que hay más allá de toda esta selva de piedra vertical. Miles de soportes, columnas, atrios, salientes y galerias se abren ante mi mirada, y el orificio desde la altura que de nuevo aparece iluminado por la luz. Recuerdo ahora aquel eclipse lunar total que disfrutamos desnudos en el Monte Coronado. Acontecimientos naturales que siguen inspirando nuestra atracción, que siguen inundando de magia nuestras vidas. Con positividad respiré hondo decidido a avanzar, atrás quedaban las macetas y los estanques, hacia delante las posibilidades. Mi primera impresión fue avanzar hacia la elevación más cercana a la luz, pero cuanto más me acercaba yo, más se alejaba ella por lo que desistí en cuanto comprendí el sinsentido. Ninguna arista me iba a llevar hasta allí. Sin embargo, la luz es la referencia, nunca hay que perderla de vista.



Sorteando columnas y desniveles fui avanzando hacia no se sabe donde, pero decidido a no permanecer parado. Conforme caminaba entre pensamientos, el magnetismo de la tierra marcaba mi norte y mis pasos lo seguían como si de una brújula se tratase. Fui así sorteando el centro de la tierra por galerias, salas y chimeneas, y a cada paso que daba una maravilla asombraba mi intelecto. El tránsito se hizo así de agradable en un tiempo que no se si corría o se abstraía. De repente, mis pasos pararon y mi último asombro fue descubrir que mi perseverancia me llevo a la salida de la cueva, aquel agujerito que siempre me resultó inalcanzable, se abría al exterior ante mi. Corrí apresurado hacia la luz y con mis brazos en angulo recto, saludé a la vida con los ojos cerrados. Bosque. Trinos. Luz.

'Al fin y al cabo, el viejo tenía razón:
Vivimos en un mundo en el que nadie escucha'

Bajaba corriendo a tumba abierta, a trompicones. Yo no hacía más que bajar. No podría decir cómo, pero a trompicones con una velocidad atropellada, bajaba y bajaba entre laderas florecidas hacia la espesura del bosque. Así, se puede amar la vida, como cuando corres en busca de la persona amada para que te balancee en sus abrazos. La vida es un beso de luz fiel.



Y el túpido robledal al que llegué me recibió con el alboroto que procura la vida del bosque. Un barullo de murmuros, rumores y conversaciones simultáneas acompasaban el golpetazo que me dieron en el hombro derecho, aún dolorido.
- Chiquillo, que te has quedado dormido o qué? Que tu voto decide.
Yo con una hoja de roble en la mano y la mirada perdida en mis pensamientos, recordé lo que Pepe decía de ese rincón, y tal como lo recordé lo espeté ante los vecinos:
- Sólo le falta la cama

Y es que en el Corralón de Romerales se estaba celebrando una asamblea para decidir si se destruía un rincón que había sido el alma del patio por la sombra del roble que lo presidía, con un pozo encalado a sus pies, engalanado de preciosas macetas de flores. Los vecinos estupefactos por mi intervención me miraban aún extrañados por lo que había dicho de la cama, hasta que el presidente, que era quien promovía el punto del orden del día me espetó:
- ¿Qué has dicho?
- Lo que habéis oído, bajo este roble de medio siglo ha habido muchos amoríos visibles e invisibles, muchas charlas de vecinos y juegos de nuestros niños. Muchos os habéis surtido de lombrices para la pesca. Apoyados en ese pozo hemos cantado y bailado a la alegría, juntos y separados. Nos hemos refugiado en su sombra y protegido de las lluvias. No sé puede decir ahora que el árbol ha crecido mucho y que el trinar de los pájaros ya resulta molesto. Es hipócrita decir que ocupa mucho espacio que podía utilizarse para que los niños jueguen, cuando antes habéis prohibido jugar a pelota, circular en bicicleta y hasta correr. Creo que se debe conservar ese espacio para el disfrute de todos. Justo como hasta ahora.

Y mientras los vecinos daban palmas de alegría una lágrima escapaba de mí hasta estrellarse contra el suelo. 




A Pepe Papandola, el hombre que plantó el roble para comer bellotas