'¿Cómo no has preferido a mis lamentos
los muslos sudorosos
de un San Cristóbal campesino, lentos
en el amor y hermosos?'
'Madrigal de Verano' Federico García Lorca
Soñaba con ser bandolero para una causa perdida, romántico de senderos y polvos, al asalto de las mercancías de los arrieros de caminos. Yo esperaba verlos aparecer tumbado a la sombra de los algarrobos, chupando ramillas de hinojo que iba arrancando de aquí y de allí. Esperaba holgazán ver aparecer sus siluetas rechonchas por la colina más meridional. El ritmo pausado del campo acompañaba a las bestias y a los hombres. Su tránsito era relajado, la carga iba completa. Tres mulas y tres hombres que marchaban a contraluz, con el alba despuntando en un nuevo día.
Bajaban de los terrenos montañosos del Guadalmedina a la ciudad a vender sus excedencias y a subirse en el cambalache otros objetos necesarios. Iban precavidos de las últimas noticias de asaltos y robos por los caminos y por ello, bajaban en pequeños grupos. Los guardias habían avisado de que cualquier cosa extraña fuese comunicada a la comandancia. Las gentes iban armadas con garrotes y algún que otro enaltecido llevaba un revólver inservible, que por lo general causaba más males a quién lo empuñaba que a los forasteros. El sentido del pánico se había extendido por estas aldeas y diseminados. Las bolsas siempre iban a buen recaudo, donde las vergüenzas se expresan con más rubor.
Uno de los arrieros hizo la señal de alto con el brazo y la marcha se detuvo como si se tratase del mismísimo ejercito. Desde mi punto de vista no veía el otro lado de la garganta del lobo, la torrentera más accesible para bajar, aunque llena de recodos y vegetación que la hacía muy peligrosa. Me levanté levemente para examinar esta ladera, y no observé más movimiento que un guarro excavando con el hocico en la parte baja. Efectivamente, el grupo se replegó hacia la ladera para evitar ser vistos y oídos.
Ahora, mi magnifica posición se había convertido en un flanco débil. La situación de este algarrobo solitario en la ladera enfrentada al camino lo hace invisible al clarear el día pues a contraluz, su oscura sombra te envuelve. Allí yace uno esperando a que alcancen ese punto cercano a la ermita de los Berdiales donde se empieza a bajar hacia la garganta del lobo. La leyenda de varias ovejas desmembradas y sanguinolentas alimentó el rumor de que los lobos habían vuelto. Desde entonces, las muchachas han dejado este camino por el cómodo carril de la finca de los agrios señoritos Delimón. Si los arrieros no bajaban por la torrentera, yo no podía salir de mi posición, y no sólo eso, sino que avanzarán al abrigo de la ladera frente a mí, hacia la ermita.
El arriero más bajito, gordito y atocinado, se movía con unos andares exagerados, moviendo brazos y pies de forma peculiarmente familiar. Él era quién más tenía que perder, pues bajaba con la bolsa llena de pequeños encargos de mujeres de edad avanzada y mejor posición, generalmente picardías, finas medias de colores o bragas con encajes que compraba en el estraperlo. Él disfrutaba de la complicidad que aportaban esos encargos y sabiendo de su fogosidad, algo más que un agradecimiento sacaba pues mientras la clienta se probaba la prenda, él -de forma golosa- iba tomando medidas. Pero el dinero ajeno, había quitado de la cabeza de Clajavar toda insinuación erótica y había tomado el control del grupo. Se dirigía hacía donde había nacido, un terreno mucho más expuesto y agreste, pero conocido por él. Un terreno que le inspiraba seguridad, las laderas de Puertollano.
Los otros dos no consiguieron conjugar ni una sola palabra. Menorte con su figura 'sanchopanzada' salió a toda prisa tras él sujetándose los pantalones, que siempre andaban vencidos por esa descomunal barriga de bebedor. Ya se había enjuagado la boca varias veces durante el trayecto y sus mofletes presentaban un lúcido colorete. Aún así, era avispado y aunque no conocía bien estos terrenos por ser de las lejanas tierras del Torcal, presentaba una encomiable forma física para deambular campo a través. Tiraba de su mula haciendo señas al tercero con el brazo para que les siguiese.
Allá parado junto a una chumbera se había detenido el Glazezón. Bien entrado en carnes, presentaba un cuerpo corpulento, cabeza gorda y manos de campo. De carácter afable y tranquilo, Glazezón meditaba mucho las cosas antes de hacerlas. La gente lo veía un tanto paradete, pero cuando había que tirar hacia delante, lo hacía como un buey en una yunta. Por algún motivo, no estaba convencido del paso dado por sus compañeros y necesitaba pensar antes de decidirse a dar el suyo. Miró varias veces al cielo, y a sus costados. Miró las laderas próximas al escape de los otros dos, y no sin dudar, con aspavientos, dió un tirón a la mula y siguió hacia abajo por la garganta del lobo, el trayecto que venían siguiendo.
La separación no estaba en mis planes, ahora las mercancías se reducían y yo tenía que elegir a quién seguir. Sin perder de vista a ninguno de los dos grupos, entendí el porqué de la maniobra. Ahora veía perfectamente una patrulla de siete guardias civiles que desde la ermita se parapetaban en los árboles mientras avanzaban escondidos tras los arrieros. Estos, llegados al último recodo, se desprendieron de parte de la carga tirándola a los barrancos más ocultos. Cayeron tres bultos que afortunadamente no se abrieron. Los guardias que iban tras ellos no habían podido ver lo que tiraron, pero otros cuatro guardias que salían en emboscada desde posiciones inferiores hacía donde se encontraban, podían encontrarlos en su camino.
La decisión de continuar con los planes fue fácil de tomar. Lo difícil era bajar en paralelo la garganta del lobo para interceptar al grandote en un recodo próximo al río. A él no lo veía hace un rato, desde que comenzó a bajar hacia la garganta y de ninguna manera podía saber si había más guardias, pero la necesidad me hizo ser valiente y continuar con la operación. Aquí nunca hubo lobos, pero estos caminos oscuros y difíciles ahorran muchos kilómetros y son necesarios para contrabandistas, furtivos, cuatreros, prófugos de la justicia, y con unas cuantas tripas sangrientas de piezas de caza se forma fácil una leyenda o al menos se elimina el tránsito. Los únicos lobos conocidos en estas latitudes eran los guardias, que también cazaban en manada.
Bajé arrastrándome por la pendiente entre esparragueras, cardos y retamas sin perder de vista a la patrulla. Ahora podía ver como les daban el alto a Menorte y Clajavar, que levantaban las manos conforme se les iban acercando. Desde la distancia solo pude ver como les registraban la carga, y como aparentemente daban explicaciones del rumbo que llevaban hacia la Venta Valiente. Yo conseguí llegar a un saliente que me ofrecía otra cara de la ladera por la que podía ocultarme de miradas indiscretas y seguí bajando ahora más rápido en busca del tercero.
El grandote había llegado al río y parecía ausente, pues decidió darse un baño. Se quitó hasta los calzones blancos y se metió en el agua como el que se baña para acudir a un acontecimiento. Decidí interceptarlo allí. Sin paños menores la sorpresa iba a ser mayor. Cuando llegué a la ribera, me escondí tras los matorrales y avancé cuanto pude hasta llegar próximo a la orilla. Glazezón, con esos aires despistados había elegido una inmejorable posición para que yo avanzara sin ser visto. Él en cambio, veía privilegiadamente lo que ocurría allá arriba en el camino. La patrulla se llevaba encadenados a los dos arrieros mientras lo veían tranquilamente bañándose en el río.
Desde mi escondite vegetal, dije en voz grave: Sal del camino, arriero de trigo, arriero de leche y arriero del vino. Y el grandote se giró lentamente, sin taparse sus vergüenzas, dirigiéndose hacia la mula. Sin buscarme, fue andando pausadamente, como si hubiese acabado su aseo diario y fuese a secarse con un paño. Cuando alcanzó la protección de las plantas de ribera saltó con habilidad de gineta hacia la pared de rocas, y recogió un bulto mediano y una bota de vino de piel vuelta como las que llevan los pastores en sus trashumancias y volvió hacia mí por donde había ido, con los bultos a la espalda, sin perder de vista las alturas. Alcanzó los matojos donde me encontraba mientras sus ojos grandes y tiernos encontraban mi mirada hundida.
Con la vista fijada en lo alto y con una voz grave y entrecortada dijo: Se los llevan, pronto vendrán a por mí... Tienes que irte. Y me hizo una señal con la cabeza para que me escorase a un lado. Allí me abrazó con todo su cuerpo como si toda una aldea me ofreciese su agradecimiento y con ojos lacrimosos cogió mis escuálidos mofletes diciéndome que teníamos que comer más. Luego, tras ofrecerme un chusco de pan negro y un pedazo de chacina, y como si toda la vida hubiese sabido lo que tenía que hacer en cada momento, se vistió sin ningún pudor ante mí mientras yo seguía sus movimientos sin parar de escuchar la situación política del sindicato, las continuas reorganizaciones, la desvanecida euforia tras la segunda guerra mundial que podía suponer una intervención internacional, el intento de unificación de las partidas guerrilleras y la consabida represión de familiares y militantes con ese nuevo delito de enlace con la guerrilla. Contaba todo atropelladamente, tal como yo me había comido la grasienta ternura del tocino, pero mirándome en todo momento a los ojos para obligarme a digerir lo que me estaba contando. Glazezón un hombre tranquilo, trabajador y apolítico, metido en su mundo rural, sabía por lo que había vivido a su alrededor que debía obviar todos los acontecimientos familiares de los integrantes de la partida de Los Berdiales que pudiesen desestabilizar al grupo.
Sin darme tiempo a preguntar ni siquiera por los míos me dijo: los vuestros están todos bien, y cogiéndome del brazo me llevó al resguardo de las rocas, me abrazó fuertemente, me sacudió el polvo de las vestimentas, me echó los flequillos a un lado, me miró de arriba a abajo y me dio dos besos, orgulloso de algo que se me escapaba. Luego nos abrazamos fuertemente, dándonos manotazos en nuestras espaldas, agradecidos ambos por la complicidad que ofrecía ser enlaces. A partir de ahora los encuentros serán en Mallén, al otro lado del rio, más arriba de la roca del fraile, pero más abajo de la cortijada. Hasta allí tienes que subir por el río, desde aquí o más abajo, nunca más arriba, y sujetándome de los hombros me dijo: Tú y yo nos comunicaremos con este soniquete, 'la roca del fraile solo se anima cuando le invitas al baile'. Y repitió un gesto obsceno subiendo y bajando su gorda mano para que no se me olvidase el dicho, lo que provocó una alegre carcajada mutua. Luego siguió: Os puedo llevar yodo, penicilina, chacinas, tabaco, pan de higo, almendras, queso y vino que es lo que llevais en el paquete. Y añadió en un tono más sereno, mientras se aguantaba de un brazo sobre mi hombro: Mira, este bulto tiene que llegar intacto allá donde estáis tal y como yo te lo entrego. Hazlo por tu abuelo. Él es un hombre integro, de palabra, un hombre digno. Dile a la partida que fue de Menorte la acertada idea de repartir en partes iguales la carga por si había algún problema y que por eso hay de todo muy poco. A él y a Clajavar, se los han llevado los guardias. Las cartas las llevaba Clajavar pero la herramienta la llevas en el paquete. Yo recogeré lo que quede de la suelta y me enteraré que ha pasado con las cartas.
Yo no sabía que decir, la idea del tocino entre mis dientes se me insinuaba una y otra vez, y la seguridad con la que se desenvolvía Glazezón me hacía parecer un secundario, como si el hombre de acción realmente fuese él. Ahora me contaba apresurado que el próximo encuentro sería con la luna nueva en el Cerro Mallén. Que iba a haber carga y se necesitaban al menos dos hombres fuertes. Ahora, me dijo: te subes a mis espaldas, te cruzo el rio sin que te mojes para no levantar sospechas luego, y te vas dirección a Mallén para familiarizarte con el camino. La tropa vendrá por la carretera y nunca pensará que ibas a cruzar el rio para abandonar la sierra. Y con un cuidaros mucho todos, me abrazó con tal fuerza que me sacudió la flaqueza. Me miraba con esa ternura con la que él lo hace, sin perderme de vista hasta que desaparecí ribera arriba muy seguro por las indicaciones que me había ofrecido con su experiencia.
Era quinto de mi abuelo, y no fue capaz de decirme con palabras que su gran amigo había muerto tuberculoso el pasado sábado, enfermo por conseguir más medicinas, medio de hambre por enviarnos su comida, medio de pena por tener a su hijo y nieto en la sierra. A partir de ese momento y sin tener que expresarlo, se comprometió a ser nuestro enlace. En varios momentos le remarqué su parecido con mi abuelo, un hombre de manos grandes y corazón tierno como él, a lo que él siempre añadía: ...pero metido en política... y componía una simpática mueca labial que le movía la ceja, en clara alusión a su adscripción faísta.
Aún así, pese a su bondad y su reconocida neutralidad política, yo le recuerdo marchando valiente a su destino, a sabiendas de que la patrulla de los guardias le darían alcance ya que él no les huía, y con la seguridad de que los argumentos higiénicos de un jornalero soltero antes de bajar a la ciudad son la mejor de las coartadas para ayudar a los amigos.
Yo sonreía sus ocurrencias, asombrado aún, por el tamaño de sus atributos.
Allá parado junto a una chumbera se había detenido el Glazezón. Bien entrado en carnes, presentaba un cuerpo corpulento, cabeza gorda y manos de campo. De carácter afable y tranquilo, Glazezón meditaba mucho las cosas antes de hacerlas. La gente lo veía un tanto paradete, pero cuando había que tirar hacia delante, lo hacía como un buey en una yunta. Por algún motivo, no estaba convencido del paso dado por sus compañeros y necesitaba pensar antes de decidirse a dar el suyo. Miró varias veces al cielo, y a sus costados. Miró las laderas próximas al escape de los otros dos, y no sin dudar, con aspavientos, dió un tirón a la mula y siguió hacia abajo por la garganta del lobo, el trayecto que venían siguiendo.
La separación no estaba en mis planes, ahora las mercancías se reducían y yo tenía que elegir a quién seguir. Sin perder de vista a ninguno de los dos grupos, entendí el porqué de la maniobra. Ahora veía perfectamente una patrulla de siete guardias civiles que desde la ermita se parapetaban en los árboles mientras avanzaban escondidos tras los arrieros. Estos, llegados al último recodo, se desprendieron de parte de la carga tirándola a los barrancos más ocultos. Cayeron tres bultos que afortunadamente no se abrieron. Los guardias que iban tras ellos no habían podido ver lo que tiraron, pero otros cuatro guardias que salían en emboscada desde posiciones inferiores hacía donde se encontraban, podían encontrarlos en su camino.
La decisión de continuar con los planes fue fácil de tomar. Lo difícil era bajar en paralelo la garganta del lobo para interceptar al grandote en un recodo próximo al río. A él no lo veía hace un rato, desde que comenzó a bajar hacia la garganta y de ninguna manera podía saber si había más guardias, pero la necesidad me hizo ser valiente y continuar con la operación. Aquí nunca hubo lobos, pero estos caminos oscuros y difíciles ahorran muchos kilómetros y son necesarios para contrabandistas, furtivos, cuatreros, prófugos de la justicia, y con unas cuantas tripas sangrientas de piezas de caza se forma fácil una leyenda o al menos se elimina el tránsito. Los únicos lobos conocidos en estas latitudes eran los guardias, que también cazaban en manada.
Bajé arrastrándome por la pendiente entre esparragueras, cardos y retamas sin perder de vista a la patrulla. Ahora podía ver como les daban el alto a Menorte y Clajavar, que levantaban las manos conforme se les iban acercando. Desde la distancia solo pude ver como les registraban la carga, y como aparentemente daban explicaciones del rumbo que llevaban hacia la Venta Valiente. Yo conseguí llegar a un saliente que me ofrecía otra cara de la ladera por la que podía ocultarme de miradas indiscretas y seguí bajando ahora más rápido en busca del tercero.
El grandote había llegado al río y parecía ausente, pues decidió darse un baño. Se quitó hasta los calzones blancos y se metió en el agua como el que se baña para acudir a un acontecimiento. Decidí interceptarlo allí. Sin paños menores la sorpresa iba a ser mayor. Cuando llegué a la ribera, me escondí tras los matorrales y avancé cuanto pude hasta llegar próximo a la orilla. Glazezón, con esos aires despistados había elegido una inmejorable posición para que yo avanzara sin ser visto. Él en cambio, veía privilegiadamente lo que ocurría allá arriba en el camino. La patrulla se llevaba encadenados a los dos arrieros mientras lo veían tranquilamente bañándose en el río.
Desde mi escondite vegetal, dije en voz grave: Sal del camino, arriero de trigo, arriero de leche y arriero del vino. Y el grandote se giró lentamente, sin taparse sus vergüenzas, dirigiéndose hacia la mula. Sin buscarme, fue andando pausadamente, como si hubiese acabado su aseo diario y fuese a secarse con un paño. Cuando alcanzó la protección de las plantas de ribera saltó con habilidad de gineta hacia la pared de rocas, y recogió un bulto mediano y una bota de vino de piel vuelta como las que llevan los pastores en sus trashumancias y volvió hacia mí por donde había ido, con los bultos a la espalda, sin perder de vista las alturas. Alcanzó los matojos donde me encontraba mientras sus ojos grandes y tiernos encontraban mi mirada hundida.
Con la vista fijada en lo alto y con una voz grave y entrecortada dijo: Se los llevan, pronto vendrán a por mí... Tienes que irte. Y me hizo una señal con la cabeza para que me escorase a un lado. Allí me abrazó con todo su cuerpo como si toda una aldea me ofreciese su agradecimiento y con ojos lacrimosos cogió mis escuálidos mofletes diciéndome que teníamos que comer más. Luego, tras ofrecerme un chusco de pan negro y un pedazo de chacina, y como si toda la vida hubiese sabido lo que tenía que hacer en cada momento, se vistió sin ningún pudor ante mí mientras yo seguía sus movimientos sin parar de escuchar la situación política del sindicato, las continuas reorganizaciones, la desvanecida euforia tras la segunda guerra mundial que podía suponer una intervención internacional, el intento de unificación de las partidas guerrilleras y la consabida represión de familiares y militantes con ese nuevo delito de enlace con la guerrilla. Contaba todo atropelladamente, tal como yo me había comido la grasienta ternura del tocino, pero mirándome en todo momento a los ojos para obligarme a digerir lo que me estaba contando. Glazezón un hombre tranquilo, trabajador y apolítico, metido en su mundo rural, sabía por lo que había vivido a su alrededor que debía obviar todos los acontecimientos familiares de los integrantes de la partida de Los Berdiales que pudiesen desestabilizar al grupo.
Sin darme tiempo a preguntar ni siquiera por los míos me dijo: los vuestros están todos bien, y cogiéndome del brazo me llevó al resguardo de las rocas, me abrazó fuertemente, me sacudió el polvo de las vestimentas, me echó los flequillos a un lado, me miró de arriba a abajo y me dio dos besos, orgulloso de algo que se me escapaba. Luego nos abrazamos fuertemente, dándonos manotazos en nuestras espaldas, agradecidos ambos por la complicidad que ofrecía ser enlaces. A partir de ahora los encuentros serán en Mallén, al otro lado del rio, más arriba de la roca del fraile, pero más abajo de la cortijada. Hasta allí tienes que subir por el río, desde aquí o más abajo, nunca más arriba, y sujetándome de los hombros me dijo: Tú y yo nos comunicaremos con este soniquete, 'la roca del fraile solo se anima cuando le invitas al baile'. Y repitió un gesto obsceno subiendo y bajando su gorda mano para que no se me olvidase el dicho, lo que provocó una alegre carcajada mutua. Luego siguió: Os puedo llevar yodo, penicilina, chacinas, tabaco, pan de higo, almendras, queso y vino que es lo que llevais en el paquete. Y añadió en un tono más sereno, mientras se aguantaba de un brazo sobre mi hombro: Mira, este bulto tiene que llegar intacto allá donde estáis tal y como yo te lo entrego. Hazlo por tu abuelo. Él es un hombre integro, de palabra, un hombre digno. Dile a la partida que fue de Menorte la acertada idea de repartir en partes iguales la carga por si había algún problema y que por eso hay de todo muy poco. A él y a Clajavar, se los han llevado los guardias. Las cartas las llevaba Clajavar pero la herramienta la llevas en el paquete. Yo recogeré lo que quede de la suelta y me enteraré que ha pasado con las cartas.
Yo no sabía que decir, la idea del tocino entre mis dientes se me insinuaba una y otra vez, y la seguridad con la que se desenvolvía Glazezón me hacía parecer un secundario, como si el hombre de acción realmente fuese él. Ahora me contaba apresurado que el próximo encuentro sería con la luna nueva en el Cerro Mallén. Que iba a haber carga y se necesitaban al menos dos hombres fuertes. Ahora, me dijo: te subes a mis espaldas, te cruzo el rio sin que te mojes para no levantar sospechas luego, y te vas dirección a Mallén para familiarizarte con el camino. La tropa vendrá por la carretera y nunca pensará que ibas a cruzar el rio para abandonar la sierra. Y con un cuidaros mucho todos, me abrazó con tal fuerza que me sacudió la flaqueza. Me miraba con esa ternura con la que él lo hace, sin perderme de vista hasta que desaparecí ribera arriba muy seguro por las indicaciones que me había ofrecido con su experiencia.
Era quinto de mi abuelo, y no fue capaz de decirme con palabras que su gran amigo había muerto tuberculoso el pasado sábado, enfermo por conseguir más medicinas, medio de hambre por enviarnos su comida, medio de pena por tener a su hijo y nieto en la sierra. A partir de ese momento y sin tener que expresarlo, se comprometió a ser nuestro enlace. En varios momentos le remarqué su parecido con mi abuelo, un hombre de manos grandes y corazón tierno como él, a lo que él siempre añadía: ...pero metido en política... y componía una simpática mueca labial que le movía la ceja, en clara alusión a su adscripción faísta.
Aún así, pese a su bondad y su reconocida neutralidad política, yo le recuerdo marchando valiente a su destino, a sabiendas de que la patrulla de los guardias le darían alcance ya que él no les huía, y con la seguridad de que los argumentos higiénicos de un jornalero soltero antes de bajar a la ciudad son la mejor de las coartadas para ayudar a los amigos.
Yo sonreía sus ocurrencias, asombrado aún, por el tamaño de sus atributos.
A Glazezno Moncabe 'Glazezón'