Lo bonito es que fue como un cuento de encuentros, o quizás, como un reencuentro de cuento, que sirvió para conocer este bello paraje y a nosotros mismos con nuestros propios límites, y con las limitaciones naturales del lugar; las piedras.
Todas llegamos tarde, unos por los madroños y otras por las escarchas de la Sierra de las Nieves, y fue por ello, que nuestra hora de salida era, de salida, intempestiva para estos menesteres. Tampoco nos preocupó en exceso no conocer la zona, ni llevar una guía o algún plano del lugar, ni tan siquiera no conocer a ciencia cierta cual era el pico al que queríamos ascender. Llevabamos comida, una linterna en el telefono y un reloj. ¡Menos mal!
Salimos tras unas inciertas preguntas en el bareto de la estación de ferrocarril del Chorro, aún sin saber donde íbamos, pero con una entereza digna de un romántico metido en una pecera. La clave era que cuando el sendero dejaba de estar señalizado habría mojones de piedra, y que debíamos pasar por un paso entre dos piedras grandes, y que nos encontraríamos como unas escaleras de lascas de piedras para subir. Nos dejamos llevar por nuestras primeras impresiones y parecía como si la gente que llenaba el bar ya hubiese vuelto de su sendero de suelo o de su via de pared, con un ambiente de desayuna con cerveza, que es lo que hicimos. El rol del reloj lo cogió el que lo llevaba desde el principio, y claro, no podíamos demorarnos más tomándonos la cerveza sentados, y es por lo que nos pusimos a andar un poco antes del mediodía.
Ascendiamos a trompicones sin saberlo por el Arroyo del Chorro, contándonos los prolegómenos entre pinares y gente, cuando nos dimos cuenta que los coches llegaban hasta bien entrada la excursión. A ninguno se nos ocurrió pensar en haber hecho ese trayecto motorizados, disfrutabamos más sudando vaporosamente tóxinas e inhalando aire poniendo la boca como cuando sacan a un pez del agua.
Tan interesante era nuestra conversación, que el sendero de Haza del Rio terminó para nosotros en la primera intersección sin señalizar, y seguimos la senda de gran recorrido hasta la vertiente norte de la Sierra Huma, rodeando a ésta en dirección al pico de La Capilla, que era al que nos llevaban nuestros adentros. De nada nos sirvió pasar admirando la terrible pared de Sierra Huma, ni tampoco hacerle una foto al panel informativo que comienza diciendo 'teniendo como horizonte la impresionante pared de Sierra Huma, principal hito geográfico del paraje, el sendero se encamina...'. Nada. Muy seguros de nuestros recursos, seguimos a no sé que extraña fuerza interior que nos llevó a una zona embarrada que es la que nos frenó con su succión. Si vimos a los escaladores colgados de la pared y buitres disfrutando de su poder planeador. El cartel también avisaba de una colonia de buitres leonados en la Sierra Huma. La tendencia fue encaminarnos en dirección a la Sierra del Valle de Abdalajís.
Entonces apareció la señal. Así, doblada, como caída y vuelta a poner, medio desenterrada, de madera, indicándonos que debíamos volver sobre nuestros pasos. Tuvimos que discutir la idea de desechar la poderosa imagen de la cima de La Capilla con sus 1185 metros de altura, pues más de la mitad del grupo pensaba aún, que esa ilustre silueta correspondía a La Huma. También tenía su peso el hecho de que hicimos el zig-zag más cool de la historia por empezar a ascender ya, antes de la hora de comer y de coger el camino más rápido. El de las cabras. Ninguno puede dar el dato del desnivel tremendo que tuvimos que vencer el primer tramo, salvo en que los tres lo vivimos en primera persona del singular del indicativo, del subjuntivo, y del imperativo de llegar a una cima que finalmente, como tal, parecía que nunca llegaba.
La marcha previa no resultó tan inútil cuando comenzamos a ascender sobre piedra, y calentitos ya como estábamos, ascendimos sin muchas pausas. Nuestro camino a la cima resultaba ya una tortuosa salpicadura de roca caliza en todas direcciones y de diferentes dimensiones. Pese a que el suelo era impracticable, el desnivel era ahora más moderado, lo que nos ayudó en nuestro afán de llegar. El sol avisaba de la inminente llegada del apetito.
Conforme ascendíamos apareció la hierba, ya habíamos desechado hace mucho encontrar un camino, pues desde las alturas solo se veían piedras. Buscando las laderas para subir llegamos a una zona más suave y ya empezamos a divisar siluetas artificiales. Lo peor de la ascensión había pasado pero la hora de comer se nos presentaba muy convincente. Nunca se divisaba una especie de cima, y las laderas de difuminaban conforme llegabamos a ellas.
Para nuestra sorpresa, la semiplanicie que corona la sierra Huma se nos apareció en el mejor momento. Ya veíamos el hito que marca los 1191 metros de altitud y empezamos a ver mojones de piedra. Como siempre, las vistas desde las alturas son inmejorables. A los cuatro vientos se podía admirar la belleza de los paisajes.
Tras las fotos panorámicas con la Sierra de Llana al Norte, la Sierra de Pizarra al oeste con la zona de los embalses entre ellas. También hacia el sur, con el embalse del Tajo de la Encantada hacia El Chorro, y la vertiente este por la que hemos ascendido, que se orienta hacia el Valle de Abdalajis. Tras retratar esos maravillosos instantes y ya con la tarde en marcha, nos ponemos a comer junto al buzón de las visitas. Nos dio tiempo a dejar constancia de nuestro paso por allí, satisfechos por haberlo logrado, pero con la mente puesta en ¿dónde se halla el camino de vuelta?¿cuántas horas de luz quedan?. Aún así, fue un acierto arriesgarse a explorar. Así fue como encontramos el camino real.
Lo más constructivo fue la instalación de un mojón de piedras que señala un camino correcto en el lugar donde nos desorientamos, para que quienes caminan en otra dimensión encuentren también sus propios hitos, sus propias señales.
La vuelta con el camino dibujado fue sencilla por ese hecho, si bien tuvimos que salvar mucho desnivel entre palmitos y no llegamos a encontrar las famosas escaleras. Vimos alguna variante del sendero que imaginamos puede llevar allí, pero la luz se estaba acabando. Aún nos dio tiempo a errar en alguna ocasión más, pero mientras el ocaso del sol sucedía, volvíamos enfrascados de nuevo en nuestras historias, pensando en la concurrida taberna de la estación de tren.
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