La última postal no sé si la leíste. En tu aniversario te agravaste esperándome, lavado y afeitado como siempre, limpio y perfumado. También me llevé el dolar de plata, mi última moneda para ti, que por fortuna aún conservo. Sólo me dio tiempo a entregarte el regalo de cumpleaños envuelto en un papel de jirafas. Tú te quejabas creyendo que eran libros. Eran nuestras fotos, las recopiladas junto a ti. En un momento dado, tras ver algunas, recostaste la cabeza sobre la almohada como cansado. Es la última vez que te vi consciente.
Dos días después, los vapores de la morfina me ofrecieron la oportunidad de estar contigo en silencio. Desde la noche anterior, tu cara reflejaba que estabas a gusto. No moviste ni un párpado, ni una mano, ni la boca. Ya no hablaste más. Yo lloraba desconsolado. Tu familia me miraba con pena. Luego salí a vagabundear por los jardines. La feria no logró llamar mi atención. Esa misma noche, sobre las once, se cortaron los últimos hilos que te unían a la vida.
De la ilusión perdida de unos niños, aparecieron dos gatitos en una mochila azul. Fue en el Parque de María Luisa en Sevilla, en plena Feria de Abril de 2005. Seguramente fue una bolsa caída de un carruaje de caballos que pasaba por allí. Su origen norteamericano no supuso un botín económico, sino dos gatos de peluche que aún descansan en tu mesita de noche y que tanto nos ayudaron a superar conflictos. Tu enseguida te identificaste con el romano, de pelaje anaranjado, y yo con el callejero de pelo gris. Los gatitos se consolidaron en nuestra vida, en una representación de nuestros aciertos y nuestros errores. Muchas veces fueron el catalizador de nuestra comunicación. No hacían falta palabras, colocando los animalitos en posición juguetona, abrazándose, sabíamos que las asperezas ya estaban limadas. Los disfrutamos mucho ambos, cada uno con sus tiempos, y cada cual a su ritmo. Espero entonces, que hayas podido ver las fotos y te hayas regocijado con esa ilusión.
Casi llego tarde a tu entierro. Ese día perdí el teléfono y cuando llamé a tu casa, me comunicaron tu ausencia. Me enteré sobre las once de la mañana, doce horas después de tu muerte. Llegamos a tiempo a la Iglesia de San Sebastián, justo detrás de la comitiva funeral. Había mucha gente y nos separamos, Paco y yo sentados al final, mi hermano y mi hermana de pie junto a la puerta. Ni el sacerdote ni la misa estuvieron a la altura del lleno a tu despedida. La salida fue tradicional, y mientras la familia salía, le iban dando los pésames. Cuando llegaron a mi altura, nadie pudo dominar el llanto y se hizo un tapón. Me abracé a Ana agradeciéndole que hubiese cuidado tan bien de ti. En ese momento comprendí tu decisión de morir junto a los tuyos. No era un desplante hacia mí, sino la determinación de morir en tu pueblo, en la casa de tus padres.
Tu salida de la iglesia me provocó un vuelco mayor que tu llegada al camposanto. Paco llegó abatido, y se sentó a lo lejos, a los pies de un panteón desde donde se divisaba la escena. Acabé de saludar a la familia y le hice una foto al momento, en la tumba de tu padre donde fuiste enterrado. A la salida, con la tristeza del adiós, tu hermana Ana se acercó a saludar a un desconsolado Paco, que acabó siendo tu amigo, con una complicidad digna de las mejores amistades. Fue el único que acudió de luto a tu entierro.
'He sido un hombre que busca y aún lo sigo siendo,
pero ya no busco en las estrellas y en los libros,
sino en las enseñanzas de mi sangre.'
Hermann Hesse